EL ODIO (Escribe: Néstor Sergio Medina) Correo de Lectores
Desde el odio, hasta lo más aciago es posible.
Después de 50 años, más o menos, me dio por repasar un libro de historia contemporánea argentina. Por primera vez leí sobre esa materia, estudiando, tomando notas, analizando y descubriendo -asombrado- la recurrencia de sucesos dramáticos, políticos, sociales y económicos, desde 1816, año de nuestra independencia. Y cuando digo dramáticos, me refiero a violencia fratricida en todas las formas posibles (situaciones similares se vivieron y aun ocurren en casi todo nuestro continente y fuera de él).
Al origen de nuestra Historia, podríamos ubicarlo en la remota época de la Conquista española que, como quedó demostrado por más de un investigador, estuvo motivada -entre otros factores- por la codicia, madre del racismo, la esclavitud, la rapiña y el odio; igual en México, Perú… Mal comienzo. Desde aquellos lejanos días de la temeraria aventura ibérica, la ira y el rencor quedaron atornillados en las mentes de muchos millones de americanos. Un ejemplo: antes del descubrimiento de América y la llegada de Hernán Cortés a Veracruz, los “sanguinarios” aztecas guerreaban contra algunos de sus pueblos vecinos, sin odio. Combatían casi deportivamente, y era de mayor mérito hacer prisionero al oponente que matarlo en el campo de batalla. El sacrificio de los cautivos era un tema religioso. Pero a partir de la llegada de los civilizados europeos, con la cruz y la espada como Razón, el odio y sus derivados inauguraron la gran tragedia humanitaria americana, con pocos matices en cada región.
No vamos a negar que los invasores, con el tiempo, arrimaran ciertos valores a las culturas nativas, pero en los platillos de la balanza… Volviendo a nuestra historia patria, mencionaré sólo algunos de los odiosos avatares que la marcaron a sangre y fuego desde los primeros años del siglo XIX:
- 1810-1880. Setenta años de guerras civiles (la mayoría entre Buenos Aires y el “Interior”) por disputas políticas y económicas. Muchos de los conflictos fueron instigados por potencias extranjeras (Inglaterra y Francia, prevalentemente).
- 1835. Asesinato en una emboscada, en Córdoba (por un sicario de los hermanos Reinafé), del caudillo federal riojano Facundo Quiroga, odiado por la élite “culta”, rica y blanca, por su cercanía a Rosas.
- 1865-1870. Cobarde y genocida guerra de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) contra Paraguay. Sólo a nuestro país, esa contienda vergonzosa le costó 50.000 muertos. Como tiro de gracia, Paraguay fue saqueado por los brasileros.
- 1879. Nuestros próceres (Roca, Sarmiento y Mitre, entre otros) se embarcan en otra guerra criminal: la “Campaña del Desierto”. Ni era campaña ni había desierto. Fue una guerra de exterminio étnico de los que ocupaban un territorio codiciado por los dueños del poder, dada su excepcional riqueza natural. Iguales campañas se extendieron a Chaco y Formosa. No está demás abundar con una declaración del esforzado general Roca: “Tenemos seis mil soldados armados (la mayoría gauchos reclutados por la fuerza y abusados) con los últimos inventos modernos de la guerra, para oponerlos a dos mil indios (en realidad eran más de 20.000) que no tienen otra defensa que la dispersión ni otras armas que la lanza primitiva.”
Miles de aborígenes que cayeron prisioneros, fueron entregados a los terratenientes como esclavos y/o sirvientes, en nombre de la civilización… Nos ilustran Felipe Pigna y colaboradores: “Fue el ejército el que realizó la (s) conquista (s) por cuenta y orden del Estado nacional, y fue el ejército la institución que mayor poder e influencia adquirió a partir de ese hecho.”
Comenzando el siglo XX, siguieron los asesinatos selectivos, como lo habían sido los del “Chacho” Peñaloza, Felipe Varela y Güemes pocos años antes. Las revoluciones, las represiones, las huelgas, los golpes de Estado y las masacres, se sucedieron sin pausa hasta bien avanzado el s. XXI… El Odio brilló, fulgurante, en cada uno de esos acontecimientos. Hubo -no se debe negar- indicios de progreso en muchos temas: conquistas sociales, desarrollo urbano, educación pública, ciencia, tecnología… pero, casi exclusivamente, en Buenos Aires y pocas provincias más (en cierta medida, parece continuar el mohoso unitarismo), a donde llegaron las inversiones por sus codiciados recursos naturales.
Otra consecuencia del odio clasista y racista históricos, fue la Semana Trágica durante el gobierno radical de Hipólito Irigoyen. La represión a los trabajadores que declararon huelgas por mejores condiciones de trabajo, dejaron centenares de muertos y miles de heridos; la Liga Patriótica Argentina (Ku Klux Klan criollo) tuvo un papel relevante en las matanzas. Después vino lo que ya sabemos. Y el turbio río de lo que ya sabemos, desembocó en el tenebroso mar del Crimen de los crímenes de nuestro pasado siglo: la última dictadura militar (no molestan discrepancias). Quiero creer que fue como tocar fondo. Desde los primeros años del nuevo siglo, tenemos la oportunidad de construir otra Argentina, ardua tarea con tanta intolerancia, corrupción e injusticias sociales, como formidables obstáculos.
El odio, como el amor, son síntomas de pasiones, creo. Son consecuencia de anhelos frustrados o logrados que por hábito convertimos en costumbre, dicen unos. Otros, afirman que son “productos” culturales; que nadie nace amando u odiando (usted decide). En todo caso, la inquina, como sinónimo, es algo que ejercemos con frecuencia y “naturalidad”. No soy ingenuo; sé que es algo ancestral y difícil de erradicar en nuestra especie. Y en ese tema, el Estado tiene una responsabilidad fundamental. Se me ocurre que, en los planes escolares de todos los niveles, debería incluirse una materia sobre la intolerancia y la violencia en las relaciones humanas; se me ocurre que podría llamarse… “Armonía Cívica”. Se debe crear conciencia de que el adversario -político, deportivo, ideológico, etc.- no es un enemigo al que hay que “borrar” o humillar. Eso es fascismo.
¿Y los prejuicios tan encarnados en nuestra idiosincrasia criolla? Con base en ellos, opinamos irreflexivamente desde siempre. Y, a través de ese defectuoso cristal, nos formamos una imagen del mundo, de la realidad. Todo es bueno o todo es malo (“que se vayan todos”). Si tiene mucho dinero es exitoso (aunque sea un narco); si un Fulano va al cine con otro son homosexuales; si Fulana ostenta un llamativo crucifijo es de los nuestros; si ostenta una estrella de David… y agregamos lo de “paragua” por paraguayo o “bolita” por boliviano… y de eso hasta el infinito. Discriminación y desprecio al palo. Ah, pero no nos cansamos de rogar a Jesucristo y a Dios. ¿Qué les pedimos? De todo, menos que nos ayude a ser mejores seres humanos.
Subsiste el lastre ominoso del odio, que es un corrosivo, un veneno que intoxica al sujeto, al objeto y a la sociedad toda. Y en la persistencia de esa cultura de la ira y la venganza, tienen gran responsabilidad algunos medios de comunicación (formadores de opinión y expertos en echar leña al fuego), muchos políticos, y cada uno de nosotros en todo lo que hacemos y decimos cotidianamente. ¿Seguiremos siendo lo que fuimos en las épocas más oscuras de nuestra historia? ¿No aprendimos nada? Pregunto, nada más.
El escritor británico Lauren Rees opina: “El poder del odio está infravalorado. Es más fácil unir a la gente alrededor del odio que en torno a cualquier creencia positiva.» No sé si eso está demostrado con argumentos irrebatibles, pero vislumbro que algo está cambiando -para bien-, lenta pero inexorablemente en la patria de Mafalda. Bueno, estimado lector, tiene derecho a una crítica severa a esta reflexión. Pero sin odio, ¿eh?
Néstor Sergio Medina
DNI:7977254
Cuernavaca, México, 2020