LA ALDEA DE LOS INMORTALES (Cuento de Patricio Contrera)

Por Infolobos mayo 8, 2020 23:17 Volver a la Home

Me habían hablado acerca de la aldea de los inmortales. Durante mucho tiempo lo consideré una leyenda urbana pergeñada por algún grupo de fanáticos religiosos. No fue hasta que mi jefe me encomendó la tarea de hacer una nota, que lo tomé un poco más en serio.

– Hay un pueblo, Santa Francisca, donde dicen que la gente nunca muere. Queda al norte de Catamarca. Quiero que vayas hasta allá para comprobar si es cierto.

– ¿Es una broma? ¿Qué están, todos congelados como Walt Disney?

– Vos andá. Es una orden. Si no cumplís con tu trabajo te voy a tener que sancionar.
Ante la intransigencia de mi superior, no me quedó otra alternativa que preparar el bolso con un bloc de notas, una cámara de fotos pequeña y el grabador. Pero nadie sabía de la existencia del poblado. Un taxista me dijo que me tomara el tren, porque era la única manera de llegar, y que me bajara en la estación donde las letras del cartel estuvieran pintadas de verde. Tomé ese dato como punto de referencia a tener en cuenta.

El viaje duró alrededor de 2 horas, el traqueteo del tren se me volvía insoportable, y no podía dormirme por temor a pasarme de largo. Me parecía algo totalmente irracional, desde el pedido del Jefe de Redacción hasta las insólitas conjeturas que no pude evitar hacer mientras me sentaba del lado de la ventanilla del último vagón.

Finalmente divisé el cartel en el andén, bastante deteriorado, pero suficiente para distinguir el nombre. Quedaban pocos pasajeros. Le pregunté al guarda si tenía alguna referencia.

– No sé por qué, pero nadie se baja en esta estación. Generalmente pasamos de largo porque hace años que nadie sube ni baja acá. Tuvo suerte.

Descendí con los músculos entumecidos del convoy, y vi que había pastizales de más de un metro de altura que impedían visualizar algo. No era una gran bienvenida.

A medida que avanzaba por una calle de tierra, vi a dos ancianos tomando mate en la vereda de una casa. Les pregunté si había llegado al lugar correcto.

– ¿Usted quién es?

– Soy periodista, me dijeron que este pueblo se llama Santa Francisca.

– ¿Y por qué vino acá?

Aguanté la vergüenza que me embargaba, y les dije la verdad.

– Me dijeron que acá la gente nunca muere

– Usted no es el primero que viene con esas ínfulas, por favor déjenos en paz.
– ¿Pero es cierto?

– Mire, acá esto es un páramo. Es verdad que nadie muere. Por eso estamos acá, tenemos todo el tiempo del mundo. Y el pueblo está vallado, bloqueamos todos los accesos para que nadie nos fastidie con preguntas infantiles. Sólo pasa el tren. Estamos condenados.

– ¿Cómo es eso?

– Claro, imagínese. Lo que no haga hoy, lo haré mañana o cuando se me cante la gana. Sólo trabajamos para tener un sueldo, después cada uno hace lo que quiere.

El que parecía tener mayor edad, interrumpió el diálogo para discutir con la mujer por un asunto menor, creo que hablaba de por qué no había cortado el pasto del patio. Decidí aguardarlo por mera cortesía.

Volvió al rato, disgustado por los quehaceres domésticos que le habían encomendado.

– Yo lo voy a llevar al centro. Póngase esta venda y cállese la boca hasta que lleguemos, dijo mientras me alcanzaba un trapo mugriento.

Me di cuenta de que me hizo subir a la caja de una camioneta, una F 100 color celeste. Esto lo puedo afirmar porque la había visto estacionada cuando comencé la tensa conversación con mi interlocutor. Me hizo sentar, y tabicado como estaba, pude advertir que daba muchas vueltas por calles polvorientas, un par de veces me sobresalté porque unos badenes casi hacen que me caiga de la chata. Finalmente, me dejó en un lugar con algunas calles pavimentadas. Le di las gracias, me estrechó la mano pero se fue enseguida, quizás intrigado acerca de cuáles eran mis planes en calidad de forastero.

Vi que se erigía, en medio de la nada, un gran edificio. Era una universidad. Me presenté ante el rector y sin más preámbulos le expliqué el motivo de mi visita.

– Dígame González, todo el mundo me conoce así acá. Soy antropólogo. Tenemos varias tesis de los alumnos al respecto.

Estimamos que alrededor de 5.000 años, antes de que existiera la Argentina y el Virreinato, la gente que se afincó acá dejó de morir por una mutación genética. La matrícula de alumnos que tenemos es muy escasa, los jóvenes se aburren. Nada los entusiasma. Ven el reflejo de su futuro en nuestra persona, viejos que no sirven para nada y que estarán para siempre. Por eso usted acá no va a encontrar funerarias, ni hospitales. Hay una clínica de salud mental, porque la gente ni siquiera puede suicidarse. Vive contra su voluntad y eso lo abruma.

– ¿Qué buscan los jóvenes?

– Por lo general, emociones fuertes, deportes de riesgo, lanzarse de un paracaídas, pero como saben que no morirán nunca, no tienen riesgo alguno. Es un fiasco. Cuando van a Buenos Aires, la mayoría evita dar a conocer esta condición porque son motivos de todo tipo de burlas. Piense que estos chicos no saben qué es el dolor de una enfermedad, jamás presenciaron un velatorio, para ellos es todo nuevo cuando van a una ciudad de mortales, digamos.

– ¿Pero no tienen un sistema de salud?

– Sí, pero para enfermedades leves: resfriados, gripe y esas cosas, porque la gente necesita trabajar. Nada más. Es una sala de primeros auxilios, básicamente. En ese sentido somos como cualquier humano de la sociedad capitalista: si no trabajamos, no nos pagan. Cuando salimos del pueblo, es similar a salir de una zona de confort. Nosotros resistimos durante muchos años que nos vinieran a entrevistar. Desalentamos a la prensa por todos los medios posibles, mandábamos fotos de falsos ataúdes para comprobar que la gente sí fallecía. Hacía rato que no encontraba un periodista por acá. ¿Quiere un cigarrillo?

Acepté, solo para intentar congraciarme con González. El tabaco tenía un sabor levemente dulzón, como el humo de una pipa, o al menos esa fue mi impresión.

– A diferencia de todos ustedes, yo sí soy mortal- le dije mientras daba una pitada.

– Me imagino. Acá hay 20.000 habitantes, y desde que tengo memoria hemos hecho un pacto de silencio respecto de nuestra situación. Se lo cuento a usted simplemente porque estoy aburrido. Me espera una eternidad.

– Si no hay muertes pero sí nacimientos, ¿cómo es posible que la población no haya crecido exponencialmente?

– Ya le dije: nadie quiere estar aquí. La mayoría, cuando termina sus estudios, se va. No soporta la abulia de vivir. Son conscientes de que jamás morirán, pero al menos prefieren estar en ciudades más urbanizadas.

Hizo una pausa para ordenar una pila de libros del escritorio, y luego me confió:

– Hace alrededor de 20 años, vino un funcionario de alto rango de Anses. Fue todo un acontecimiento, porque como somos ignorados por la mayoría y nunca recibimos ninguna visita, nos llamó la atención. Lo primero que nos dijo, casi a los gritos, es que todos los años le hacíamos perder millones de pesos al Estado. Que era una orden de arriba recortarnos la jubilación hasta los 80 años. Imagínese, acá hay gente que lleva más del doble de esa edad y que tiene que seguir trabajando. Nos hizo firmar a todos, aquí mismo en el Aula Magna, un contrato mediante el cual tanto nosotros como las generaciones futuras resignábamos de percibir la jubilación al cumplir 80 años. Sospechábamos que desde Anses nos estaban investigando hace tiempo, y entendemos que no es normal ser inmortal. Pero créame, no es lo que el común de la gente cree, o lo que ve en las películas. Es un castigo. Ni siquiera nos desvela pensar cómo es el concepto de Vida Eterna según el cristianismo, ya que nunca moriremos y no conoceremos otra cosa que esto.

– ¿Entonces no hay iglesias ni templos?

– Hasta hace unos diez años había una capilla, el sacerdote conocía nuestra situación y por lo general sabía que lo que le interesaba a los fieles más era la Homilía que la lectura del Evangelio en sí. Luego lo trasladaron a otro pueblo y nos quedamos sin nada, por los motivos que le mencioné.

Sin embargo, me habían encomendado un trabajo, y no podía descuidarlo. Cuando amagué sacar una foto, el rector me dijo con firmeza:

– Oiga, permitimos que usted viniera como una excepción. No puede sacar fotos, menos a mí, o al resto de los vecinos. Yo puedo enviarle algunas, pero fotos reales, eh. Quédese tranquilo.

– Discúlpeme, pero en estas condiciones no puedo permanecer tranquilo. Tengo que llevar fotos al diario, hacer una crónica, todo lo que se estila para que pueda ser publicado.

Se hizo un silencio de diez segundos.

– Está bien, pero tenga cuidado con lo que fotografía, porque a usted también podría traerle problemas. No somos belicosos, pero nos molesta cuando invaden nuestra intimidad.

Tomé varias fotos de la universidad vacía, un elefante blanco que había sido inaugurado cuando aún los más jóvenes frecuentaban las aulas. Hice otras imágenes de los ancianos que pasaban por el caserío, y conseguí me que prestaran un drone para hacer unas panorámicas. Habrán sido, en total 25 o 30 fotos. Saludé a lo lejos a un grupo de obreros que estaban tomando un Cinzano y me fui.

Me volví a subir al tren, no sin antes despedirme de los ocasionales transeúntes, me di una ducha caliente, llegué al diario y dejé allí todo lo que llevaba en el bolso. Eran cerca de las 2 de la madrugada.

Casi al instante en que coloqué los bártulos en el escritorio de la Redacción, sonó el celular. Era un número con un prefijo muy extraño.

– Hola, le hablo de Santa Francisca. No me pregunte quién soy porque no se lo voy a decir. Sólo quería avisarle que el Profesor Ovidio González murió esta noche. Nadie sabe por qué. ¿Comprende ahora por qué nos resistimos a que nos visiten los mortales?, gritó con furia, y cortó.

Entendí entonces que la velada amenaza que me hizo cuando le insistí la necesidad de sacar fotos, se había convertido en una profecía autocumplida.

Patricio Contrera

Por Infolobos mayo 8, 2020 23:17 Volver a la Home