VENCEDORES DE LA MUERTE (Por Caro Medina Virces)

Por Infolobos febrero 28, 2021 10:24 Volver a la Home

VENCEDORES DE LA MUERTE (Por Caro Medina Virces)

Un hombre como yo, habita los espejos. Desde niño lo veo. Desde siempre. Toda vez que me enfrento al espejo, lo veo.

Exactamente igual a mí. Mis ojos, mi nariz, mis gestos. Diríase que ambos somos el mismo hombre. Pero no, yo no soy ese hombre. Su rostro trabajado, no es mi rostro. No es mía esa (su) sonrisa impostada, el gesto alegórico de su boca caduca, su mirada oblicua. Su funesto nocturno. No. No somos el mismo hombre. Él habita la lobreguez de los espejos. Yo pervivo en la luminosidad de este lado de acá. Incondicional de la noche, tiene de ésta, la maledicencia y un no sé qué luciferino detrás de los reflejos del espejo.

Yo no soy ese hombre. Toda afirmación en contrario es solo conjetural, mal intencionada. Una falacia que los hechos de aquella condenada noche desbaratan.

Sucedió después de la cena y el café. Frente al espejo del Baño de mi casa. Como todos los días, antes de ir a la cama me doy una ducha, y por supuesto -forzosamente- me rasuro. Mi función en la Oficina, el contacto con el público así lo requieren. Antes de lavarme la cara, y antes de afeitarme, inspecciono mis cabellos grises, mi barba, mi dentadura, que todavía se conserva bastante bien. Continúo luego con mis cejas… el vello crecido, algunos largos, muy largos y blancos… y, ¡ay!… mis arrugados párpados… ¡Dios mío! La vejez avanza. ¡Avanza… Avanza! Como decía aquel compañero de la celda de al lado cuando la mano se ponía dura. Cuando nos verdugueaban en pleno invierno y nos arriaban al baño que quedaba al fondo del pabellón, desnudos a bañarnos con agua helada… cuando estiraban los horarios del mate cocido y el hambre y el frío nos lijaba el estómago… cuando el bodrio, esa cosa incomible, no tenía una pizca sal ni de carne… cuando la cárcel de Sierra Chica se nos mostraba con toda su crudeza, con toda su perversidad… entonces, el compañero de la celda vecina, el que en el patio nos decía en son de broma que el fascismo -en alusión al Golpe de Estado de los militares- crecía de la mano de los guardia-cárceles, cuando ya estas circunstancias tornaban del todo insoportables, él gritaba, ja…ja… literalmente gritaba — ¡Avanza… Avanza!.. Por lo contrario, cuando la mano dura menguaba, gritaba — ¡Retrocede… Retrocede!…

Una noche resolví conjurar el envejecimiento, al que encontraba asaz prematuro para mí. Acercando mi rostro al espejo, apoyé mi frente y mi nariz sobre él, me miré a los ojos, con los ojos bien, bien abiertos, focalizados, en los míos del espejo, en un vano intento de auto-hipnotismo. Ordenándome, ordenándole a mis órganos, a mi mente, a rejuvenecer. Ordenándome una y otra vez hasta que mis ojos fueron un solo y gran ojo de cíclope. Siempre abriendo más y más el ojo de cíclope. Esto, durante varios minutos. Sin poder precisar cuántos, pero presumo unos cuantos, porque llegué a marearme, hasta el punto de caer, y al caer rozar la cabeza con el borde del water-closet y perder el conocimiento. Cuando reaccioné sentí que me dolía la cabeza. Creo que más por efectos de la auto-hipnosis que por el golpe en sí. Repetí estas irreflexivas sesiones numerosas veces y créase o no, al cabo de un tiempo, logré verme más joven. Era -me notaba- más joven. Me lo decían aquellos con quienes nos veíamos espaciadamente: “Che, ¡estás más joven!” o “Estás hecho un pibe” o “Che… ¿vos te ponés en formol?” En la Oficina, como nos veíamos a diario, no era tanto el contraste, y casi que no me decían nada, aunque alguno, siempre más avisado, más observador, me dijo: “¡Estás rerejoven! che… Y sí… era cierto, era verdad. Estaba, me sentía más joven. Tanto, que mis bríos eran los de la época de los muchachos, de cuando salíamos juntos con Néstor, antes de que le saliera ese tumor maligno en la cabeza. Pobre gordo.

Pronto me adapté a mi nueva condición de muchacho. Al principio no sabía cómo manejar la cosa. No obstante, estaba, vivía feliz, como deslizándome sobre patines. Regocijadamente, sin controversias ni preocupaciones significativas. Iba y venía ufano. Disfrutaba de mi mocedad…

Hasta que cierta noche -ya no me hipnotizaba- mirándome al espejo me vi como al soslayo guiñándome un ojo. Pensé que, efectivamente, había yo guiñado ese ojo. Pero al instante, el rostro del espejo me guiña el otro ojo. Esto sin que yo hubiese hecho ese guiño con el mío. Boquiabierto, sin saber qué hacer, mi reacción de defensa fue asirme al cepillo de dientes.

Rebozarlo con dentífrico y comenzar a frotar mis dientes casi con desesperación. Las piernas y mis manos temblequeaban. El cepillo iba y venía dentro de mi boca, oculta detrás de mi puño, que también iba y venía. De pronto, el rostro en el espejo -que no reflejaba mi cepillado, ni mi puño dale que dale- dibujó una amplia, siniestra sonrisa, y a la vez que miraba con el rabillo del ojo -de cada ojo- hacia los costados, pispeando que nadie lo observara, volvió a guiñarme el ojo, esto acompañado de un cabeceo, como de quien dice vamos, como buscando complicidad, como queriendo confraternizar. Seguro de que estábamos solos y antes de que pudiera yo espabilarme, su mano derecha comenzó a llamarme. Cada vez con mayor arrebato. Y yo, acostumbrado a obedecer las órdenes de mi jefe, las de mi ojo de cíclope, la de sumiso ciudadano, me apegué al espejo. A tal punto que mi rostro parecía una lapa adherida a ese espejo siniestro, que de pronto empezó a transformarse en una pasta gelatinosa, a licuarse hasta alcanzar el punto de mercurio, entonces ¡zas! la mano que me llamaba atravesó el azogue y tomándome por mis cabellos, me llevó hacia el otro lado, hacia su hábitat. Qué sensación extraña, como de cuento, de película ¡Santo Dios! ¿Quedaría yo para siempre detrás de los espejos? ¿terminaría convirtiéndome en otro deplorable Hombre de detrás de los Espejos? Miré a través del mío, hacia afuera y vi el Baño vacío, acogedor, y el cepillo dental junto a la pasta dentífrica donde habían quedado: ahí, en el lavamanos. Sentí el escalofrío de mi nuevo y asfixiante entorno. Poco a poco, así como cuando nos acostumbramos a ver en la oscuridad, comencé a caminar, a inspeccionar el lugar, a recorrerlo palmo a palmo, minuciosamente. Temía convertirme en lámina de azogue, toparme con aquel Abominable. Desvanecía a cada paso. Suplicaba. Hasta que, por fin, detrás de un pasadizo alcancé a ver luminosidad. Al acercarme descubrí, un jardín resplandeciente y, sentado en un banco de plaza, a mi amigo el ‘gordo’, a mi querido Néstor. Con su sombrero de Panamá, sus anteojos oscuros y su barbilla entrecana. El cayado de caña, enfatizaba su semblante de patriarca. Me miró a los ojos con la misma sorpresa que los míos y con la parsimonia de siempre y su voz grave y pausada me espetó: —qué hacés vos acá… también a vos…? Chocamos los puños de nuestras diestras y nos abrazamos con lágrimas en los ojos. Fue en ese momento que mis ojos nublados descubrieron en el banco de enfrente, a mi hermano Coco, ¡Coquito! Él, que me había visto llegar, me gritó: ¡Hermano… hermano! Emocionados, nos abrazamos con indescriptible felicidad. Ipso-facto -sin transición- les guiñé un ojo a los dos, y un presto cabeceo.

Los tomé de la mano y salí (salimos) corriendo. Al llegar al dorso del espejo, después de una fuerte patada mía que nos llevó tras ella, fuimos a dar contra la puerta del Baño. Ya fuera del Baño, de la casa, ellos dos, LOS VENCEDORES DE LA MUERTE, y yo, de cara al sol, los tres tomados de la mano, reíamos, llorábamos, reíamos.

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