EL JOAQUÍN, Por Caro Medina Virces

Por Infolobos abril 11, 2020 10:22 Volver a la Home

El corazón de mi casa era la cocina. Una cocina grande que nos convoca a todos. Y digo que ‘nos convoca’ porque ahora estoy ahí, ahora es esa noche, ahora es esta historia, que empieza en la cocina. (En rigor, empezó en “El Teatrito”, cuando el Negro Del Buono nos leyó La trastienda, quizá, su mejor obra) SENTÍ LA VENTOLINA que trajo detrás de ella. “¡Se viene una tormenta! Me dijo sofocada, mi mujer, que entraba la ropa todavía húmeda. La puso cerca de la estufa y se sentó a la mesa, conmigo. La puerta (entreabierta) dio un buen portazo. De nuevo, el calorcito acogedor invita. No salir, quedarse ahí… aquí, ¡con esta noche! “Bueno, ahora, mi té de boldo” —lo decía más para ella, como si fuera el té, un premio que se daba— Era más de la hora. Afuera, se iba a prisa la noche encabritada. Apuré mi café y cerré mi libreto. El gato en la butaca acurruca su sueño. “No tardés esta noche” —lo adiviné en sus ojos— Por fin, me levanté. Me puse la campera, y mentí que no. La besé. No, no tardaba. De nuevo sentí la ventolina —más fría— cuando salí de casa y qué negras las sombras más allá de los conos de luz que se hamacaban en las calles de tierra. Manos en los bolsillos y testa arrebujada en hombros encogidos me abandoné a mis pasos y a fijo pensamiento: lograr el Joaquín. Crucé la bocacalle, una y otra casona, el puentecito aquél… Me iba pensando en él, en el Joaquín esquivo, lentamente, ensayándolo: daba su voz al viento, su sombra a las penumbras… y tal vez fue por eso, por temor al ridículo, que intenté otro camino, más solo, si los hay… Había hojas amarillas alfombrando la senda, y ramas agostadas en los cercos inciertos y luces mortecinas detrás de los vergeles. Avanzaba despacio, impostando la voz y el gesto de mis manos. “¿Por qué conmigo no?… ¡conmigo no, con él!… ¿por qué conmigo no, eh?” Palabras de Joaquín que me sabía bien, pero, eso no bastaba, no bastaba decirlas. Joaquín no aparecía, no salía a la luz. ¿Tendría razón el Negro, no daría yo el Joaquín? Qué tristeza la mía, porque sí he querido despertar al Joaquín que vive en el libreto. ¡Ah, pero yo, por orgullo, por puro amor propio, haría el mejor de los Joaquines Roldán! Dejé los arrabales y las calles de tierra. La noche parpadeó y rieló en los techados. La calle solitaria, me pareció más sola, todavía. Yo sentía la sombra arisca de Joaquín, espiándome, siguiéndome. “Vos tenés que aprehenderlo… entrar en situación” —me había dicho del Buono en el ensayo— pero ¡minga!, Joaquín era un mal bicho. Tan renuentemente ágil si yo quería “agarrarlo”, tan impertinentemente obstinado, si yo quería quitármelo, que era inútil. De nuevo, parpadeó, la noche en los techados. Una boca de lobo es ahora la calle. Los árboles frondosos han menguado la luz, y sólo en las esquinas, donde el farol le pone al empedrado esos aros concéntricos de luces y de sombras, la luz es más difusa. Casi sin darme cuenta me encontré que de pronto, pasaba por la iglesia, por la plaza en oblicuo. El viento, que ha crecido, zamarrea los árboles. Una atmósfera rara va envolviéndolo todo. Doblando por la 9 el Teatrito está a un paso… ¡He llegado Joaquín! Por fin había llegado. Juntos, también llegaron la lluvia y los relámpagos. Casi furtivamente, saqué aquella tranca que me sabía y entré. La lluvia me hizo entrar, nadie vino al ensayo, y el frío. Dentro, la Biblioteca, enorme, me pareció más grande todavía cuando encendí la luz. Las paredes rosadas, sus cuadros emblemáticos, el cielorraso altísimo, cuajarado por lluvias infinitas, la gravedad del ámbito, el tiempo disecado en cientos de volúmenes y aquella calavera traída del osario para el Museo que nunca… Tenía los pies fríos y tiritaba. De pronto creí ver algo detrás de los cristales, cerca del escenario, ahí, en la vitrina aquella, la primera de seis, detrás de las butacas vacías de la salita de teatro. Acaso en la vidriera quisieron ver mis ojos eso cuando rieló sus lampos el relámpago. La lluvia no menguaba, muy por el contrario, era más fuerte cada vez. Y desde el zinc, filtrándose, bajó a los cielorrasos. Las gotas que caían al tablado, me daban un rondó monótono e inquietante. “Si no hay nadie, estoy solo” —me dije, como para apaciguarme— Y es que yo presentía algo, alguien, acechándome… De pie en el escenario, la farmacia Roldán… la Antigua Farmacia Roldán, pero vista de atrás, donde está la trastienda y el living de la casa. Mía la realización escenográfica y de acuerdo a libreto. Realista, demasiado, y pretenciosa, me parecía ahora. No terminaba de… De nuevo me metí en el libreto buscando mejorarla. Vuelto a los decorados, qué me mostraban ellos, lo de a primera vista, lo de muy por arriba. Se guardaban el hueso, la raíz. ¿Y la decadencia (ese venido a menos del negocio y de la casa) dónde estaba? ¿Y la siniestralidad? Anote en mi memoria: acentuar más los ocres, extender el violeta, agrisar todo el blanco… Ahora, la lluvia es un murmullo. De vez en cuando, el viento azota alguna chapa suelta. El silencio, se impuso finalmente. Fue entonces cuando oí el frufrú de sombras que erizó mis cabellos. Como para darme ánimos, retomé el libreto y leí: — ¿Por qué, conmigo no? ¡Conmigo no, con él!”, y continué leyendo, con fuerza, en voz alta, y casi desafiando. De pronto, tuve ganas y fuertes de orinar y me fui hacia los fondos, hacia los chorreos que dan al corredor. De nuevo diluviaba. En el patio, la lluvia caía como a baldazos. Pero, lo mismo se llovía ahí, en la galería, a través de las chapas y de las canalejas horadadas de herrumbre. No me crucé hasta el baño, di mi orín a las aguas. Un aspecto siniestro cobraba el corredor toda vez que algún relámpago me lo daba a los ojos. Tenía mucho frío y me acerqué a la estufa. “La próxima vez, meo en uno de éstos” — pensé, frente a unos tarros vacíos— No me sentía bien, tanto frío. Chucho, me senté a repasar mí texto, pero no pude. El libreto temblaba y mis manos en él… ¿Había visto o soñado la sombra del padre de Joaquín correteando detrás de la doméstica? ¿Oído esas risitas que venían del altillo? Parecían ser del viejo y de una chica joven. Siempre se las llevaba a la piecita de arriba, el puerco. Sentía esa mirada atenta, que siempre me persigue. Ahora, desde atrás de los trastos, entre los bastidores de los decorados. Acuciado, angustiado, encendí los reflectores. Qué familiar fue todo: la trastienda, los muebles, el delantal de Dominga, el abrigo de Sacomano, el guardapolvo de Joaquín, blanco… largo… Como obedeciendo a una orden Superior, (a hilos invisibles) me puse el guardapolvo. Iba a dejarlo suelto, pero lo abotoné, flexioné mis rodillas. Ahora, el guardapolvo, parecía más largo. Extendí el maquillaje, hasta cubrir mi rostro. El espejo, me insinuaba distinto. Me calcé los anteojos, estos, de utilería y sentí que eran míos. ¿Dónde estaba yo? Ahí, ahí estaba. ¿No era ése mi rostro? Devuelto en el espejo, tiritaba afiebrado. Transmutado, aturdido, con la sensación cierta de haber muerto hacía mucho y de estar regresando, me pareció de pronto, que un ser extraño, se apoderaba de mí… Despojado, invadido, yo vi que en el espejo me miraba Joaquín… Lo miré, me di vuelta… y vi que estaba solo… Observé, entonces, la escalera que lleva a la piecita, la autoclave de bronce, los frascos (hermosísimos) ribeteados en oro, el damero blanquinegro del piso, el barandal del sótano, la balancita de Roberval, los tubos de ensayo, el barómetro, el higrómetro, las letras del revés en las vidrieras… todo tan familiar y ex-tra-ña-men-te mío… Desde entonces pervivo aquí, en esta quintaesencia, con hombres y mujeres de ficción, iterando una y otra vez, la historia de estas cuatro paredes que no puedo franquear. El gato en la cocina acurrucado sueña… Una mujer espera.

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