AL ESTE DE LAS ROCALLOSAS… (Por Caro Medina Virces)
CUENTO PARA NIÑOS DE HASTA 86
Antes de narraros esta historia, o mejor dicho relato, -todo relato es verídico- quiero explicaros algunas cosas, a modo de prefacio, a la vez que breve semblanza de nuestro amigo Panza. También, confesaros, haber aderezado estos hechos con unas chispas de mi fantasía, lo que no menoscaba la veracidad de los mismos.
Esta es la historia de Panza, el oso, y su compañera Bonita, la osa. Cuenta la odisea de una pareja de osos pardos en el estado de Montana, EE. UU., al este, de las rocallosas, en tiempos de la virusa que exterminó a los animales.
No se piense, no, que el oso Panza era un oso de peluche. Tampoco un actor de las películas de dibujitos animados de Disney. Ni se crea que su nombre de fantasía Panza, es un despectivo, no, de ninguna manera, ya que su nombre, Panza, es en todo caso más bien un homenaje, no una injuria, a su voluminoso laboratorio gastronómico, a su voraz insaciable apetito, que lo hace estar buscando siempre combustible para echar al alambique de las tripas. El oso Panza era un oso de verdad. Un oso vivo, de los de carne y hueso. De los de bosque y montaña. Como el de los bosques maduros de Asia, de Europa, o de la mismísima Norteamérica. Él era uno de esos. Un ejemplar de Oso, hermoso de tan feo. Que vivía como viven los osos. La mayor parte del día durmiendo y la otra parte del día comiendo. Un plantígrado gigantón, que no se “hacía el oso” precisamente. Pues de tonto y de distraído, no tenía un pelo. Avisado ojo abierto le dio Naturaleza, y fortaleza física, y finísimo olfato. Bien que podrían atestiguarlo ahora -si ello fuese posible- las abejas del bosque, a las que despojaba del mejor fruto de sus arduas horas de trabajo: la miel, que de las cosas comestibles es la que más gusta a los osos, y Panza era, ¡es! un oso. Sí, es, porque mientras yo lo recuerde, mientras alguien aquí y allá lea esta historia, él estará ¡vivo! Entre nosotros.
Cuando la primavera despertó mariposa en las laderas, bosques y lagos de Montana, y llevó calorcito y aroma a flores de árboles frutales a los cubiles de los osos, nuestro amigo Panza, ante tan poderosos estímulos, emergió de su letargia. Estiró su cuello y levantando su cabezota venteó los apetitosos perfumes con su finísimo olfato, y poniéndose en pie salió al sol de la media mañana que lo saludó con el canto de los pájaros y el zumbar de los abejorros. Soltó sus necesidades fisiológicas aletargadas por la hibernación y dando rienda suelta a la avidez de sus entrañas echó a andar su ‘humanidad’ de omnívoro. Como aun había escasez de alimentos y habiendo caminado casi hasta el mediodía sin hallar qué comer, esgrimió también su cualidad de carnívoro. Y para suerte suya y mala suerte de un alce que apaciblemente se alimentaba de la rama de un sauce, obtuvo su desayuno, almuerzo y cena para ese y los próximos días, pues escondió su presa bajo unas ramas secas. Como el funcionamiento del alambique de sus tripas necesitaba mayor afluencia de sangre, entró en somnolencia. Se echó en una roca soleada y antes de cerrar los ojos alcanzó a ver una sarta de mariposas monarca y se las llevó al sueño, a las profundidades de su lejana, inexperta y maravillosa infancia, y se vio a sí mismo junto a su hermano y su hermana, correteando los tres, todos ellos ositos de peluche, a la vera de mamá osa, detrás de las hermosas, venenosas mariposas monarca. Y luego de un suave suspiro que denotaba un ligero placer, y una blanda nostalgia, acabó dormitando.
Nunca sabremos a ciencia cierta si los animales, aun los superiores, pueden apreciar la belleza. Ni qué concepto -si es que pueden tener concepto de alguna cosa- tienen de la hermosura, por ejemplo, del paisaje, del que ellos mismos son parte. Sea como sea, las vistas de aquel hábitat, las montañas, con sus picos nevados y laderas, los ríos y riachos cristalinos con sus saltos, los grandes bosques, la enorme variedad de flores y diversidad de pájaros, en fin, el panorama todo, en cualquier época del año, es inenarrable.
Como inenarrable eran los días de aquella primavera única, en la que nuestro amigo Panza degustaba los frutos que la naturaleza le ofrecía a manos llenas. –los osos comen prácticamente de todo- Pero no solo de comer se vive. Yo tengo en mis justas la certeza de que nuestro amigo Panza disfrutaba también de los primores de la primavera. Aunque a veces se lo viera masticando una que otra flor.
Hacia la última etapa de la primavera, cierta tarde en que Panza devoraba unas setas, su olfato, el más fino que oso alguno pudiera tener, rastreó la presencia asaz lejana de otro úrsido. Sin embargo, esto no lo inquietó demasiado. Si cierto es que los osos prefieren la soledad, -solo hacen vida social a la vera de los arroyos, para coger salmones, o para la procreación en la época de celo- aquel olor que le venía a la nariz, no era el de otro macho, sino, el de una hembra, seguramente en su estado de estro. Esa noche, la testosterona de la erótica veló su vehemente sueño. A la mañana siguiente, desayunado que hubo unas frutas secas y honguillos de unos troncos fermentados, emprendió la senda que su finísimo olfato le indicaba. Ambuló varias horas hasta que otro aroma cercano y dulzón, excitó su apetito. Pronto llegó a la fuente de aquella fragancia inconfundible, y con la garra derecha descogolló dos o tres panales de los que pendían de la rama de un viejo pino y engulló más que saboreó la más rica miel de abejas. Sorpresivamente el crujido como el quebrar de unas ramas secas, atrajo su atención… Detrás de unos arbustos de grandes flores, asomó la cabeza joven de Bonita, -que así, llamaremos a nuestra nueva amiga osa- y, con provocadora feminidad avanzó hacia él. Panza, cuyo corazón acababa de recibir un flechazo experto como nunca en su vida, cual boxeador grogui, no terminaba de caer, ¡ay, su más de medio tonelada, toda su conmovida ‘humanidad’! Hubieron de pasar veinte largos minutos para que, reaccionando, a buen paso de oso fuera tras el rastro melifluo de la hermosa osa. Para alcanzarla cuando ella lo dispuso. Duró el juego amoroso los diez días completos. Mas, no terminó la luna de miel cuando Bonita dejó de ser receptiva. Panza no se alejó de su compañera como lo hacen los osos para volver a aparearse con otras osas. Adyacentes, pasaron el verano, alimentándose, bañándose en los piletones de los ríos, dormitando, y así, cuidándose el uno al otro, juntos, entraron al otoño.
Tiempo en el que los animales se preparan para pasar el invierno. Algunos adaptan sus cuerpos o engrosan la piel para poder permanecer en el hábitat, otros, “migran”, como ciertos pájaros hacia zonas templadas, casi siempre en bandada para mejor protegerse. Con el frío, la pitanza será escasa o nula. Previsores: la ardilla, el castor y el ratón, acopiarán para comer después. Nuestros amigos, Panza y Bonita, deberán hibernar, entrar en un sueño letárgico, muy, muy profundo, que persistirá por tres meses, durante los que disminuirán sus latidos y bajarán sus necesidades calóricas. De todas maneras, como la hibernación abarcará el invierno, necesitarán estar bien provistos de grasa y proteínas, y cuentan los osos con tres meses para aprovisionarse de las energías necesarias. Para ello, priorizarán su condición de carnívoros por sobre la de omnívoros. La carne del salmón y la de grandes animales -en ese orden- es la ingesta que mejor provee de nutrientes, y para Bonita, que por entonces estaba preñada, esto será primordial, pues habrá de parir y amamantar durante toda la somnolencia. Como vemos, el otoño les traía las preseas del buen tiempo, abundante caza mayor, al menos un osezno, y a la brevedad, el arribo del salmón, que desde los mares salados remontará los ríos, para desovar, dicen algunos biólogos, en el lugar exacto donde nacieron. Panza, por ser mayor que bonita, era más avezado para la ‘pesca’, por eso, para coger el mejor pez, la llevaría río abajo, pues nadie como él conocía las particularidades de la carrera del salmón, que comienza en las desembocadura de los ríos, desde donde deberán remontarlos a contra corriente, las más de las veces, durante decenas de kilómetros, en los que sortearán cantidad de saltos, algunos de hasta 3,20 metros, para llegar por fin, al lugar de desove, casi con el último aliento, maltrechos y con menor valor nutritivo. A este deterioro se debe que los osos mayores, cuando bajan a los ríos para ‘pillarlos’, se concentren en los trechos más cercanos a las desembocaduras, el salmón, que recién comienza la remonta del río, está íntegro, ha gastado menos energía y consumido menos proteínas, por lo que es más nutritivo. Río arriba, el salmón estará cansado, más lento, desnutrido, con menos valor calórico, y será más fácil de atrapar, por eso los osos jóvenes, -más inexpertos- se reúnen río arriba. Pero, les será más trabajoso acumular la grasa y proteínas necesarias.
Era conmovedor, siempre lo ha sido, ver tantos osos juntos, y sin mayores rispideces, puestos a la tarea de coger salmones. Conmovedor y sorprendente, ya que suelen llegar a congregarse diferentes especies: oso negro, oso pardo, su sub especie, el oso grizzli u oso gris, aunque estos, en menor escala. Claro que las especies no se mezclan, pero no son comunes los enfrentamientos. Tal vez, porque cada cual atiende el mandato de la naturaleza para la supervivencia. Acaso porque hay superabundancia alimentaria. En un principio, durante los primeros días, el oso come los salmones por completo. Mas, hacia finales de la temporada, solo las partes más nutrientes, como la panza y los ojos. Por eso, es de ver a las gaviotas revoloteando sobre los restos. También es común hallar salmones enteros, bollando en los ríos de escasa profundidad. Son los que han muerto en el intento del desove, los fracasados, que de tan fracasados y faltos de nutrientes, casi nadie los come. Quién sabe, los coyotes.
Comenzó el otoño, como una primavera. Cual, si la primavera emprendiera de verdad en setiembre, o como si setiembre tornara el otoño en primavera. En una muy feliz y hermosa primavera de otoño. Con frutos en sazón y buena carne de alce y de pequeños cérvidos, y cantidad de setas y exquisita miel de abejas del bosque y nueces y avellanas. Para Panza y Bonita, aquel otoño en Montana, fue el paraíso terrenal. Todo, todo, al alcance de la boca o de las garras. Siesta y comida. Comida y siesta. Una felicidad completa la de aquella tierra fértil. Una felicidad para la parejita osa y la pareja oso. ¡Ah, días tan hermosos no son los de esta vida! Mas todo pasa, sin embargo, y así como la primavera entró en patines al otoño, así, como en un vuelo aerostático, como un quien no quiere la cosa, octubre y noviembre, introdujeron, adelantaron el invierno. Primero agua nieve y después las nevadas. Un adelanto, una muestra de la temporada de invierno. Felizmente esa arremetida, que intercaló uno que otro bis en octubre y noviembre, no copó el otoño. Aun hubo días templaditos. No se entregaba otoño. No, y quizá, como vengándose, otoñó el ariete del invierno. Como si lo demorara para que la fauna, cumpliendo con los cánones de la naturaleza, estuviera en óptimas condiciones y a tiempo, para superar los meses más fríos de Montana. Y así fue, pues a la sazón, todo el reino animal estaba rechoncho, bien pertrechado en grasa y proteínas. De modo que cuando el invierno vino, porque llegar llegó, y cómo, con su gélido traje blanco, con su poder congelante, y viento huracanado en las manos, con hachas de iceberg y clavos de hielo, para esto, la tropa toda de la vida animal, estaba lista. Los migrantes, migraron, los acorazados, muy prestos a aguantar, y los de hibernación, abrigados y letárgicos en sus oseras, o, en sus madrigueras. Mientras Montana toda tiritaba. Solo la tozudez humana en las ciudades. Quemando combustible, contaminando el aire, bombardeando la tierra con napalm, o con armas tan letales como, la bomba atómica, de hidrógeno, o neutrónica. Pero también, la peligrosa manipulación de patógenos en la fabricación de la bomba de bacterias, para transmitir enfermedades.
El viento del invierno más crudo en décadas, lamía con su lengua, las laderas de las rocallosas y los pinares de los bosques. Cuanto tocaba congelaba. Daba pavura el ulular de aquellas soledades. Solamente un cérvido suicida. Un ave de rapiña hambrienta, o un lobo expulsado de la manada. Después de una semana, hacia la tarde, la ventisca cedió. Un silencio estelar, de necrópolis, amordazó esas tierras de Dios. Al anochecer, duro era el aire, y azul-turquesa el cielo, las estrellas temblaban como estrellas, y la luna, muy blanca, ornamentaba aún más las orillas de las siluetas que la noche clara encumbraba. En la osera Panza sueña. Increíblemente sueña esa noche. En total sincronía. Pronto comenzó a nevar, con suavidad de pétalos. Lenta, lentamente. Tal cual como nevaba en el sueño de Panza. Y afuera paró de nevar. Y empezó a lloviznar. Y en el sueño de Panza paró de nevar y comenzó a lloviznar. Sincrónico era el sueño, y sincrónico el clima. Enseguida dejó de lloviznar. El cielo tornó a azul-índigo. La luna tornó a naranja. Una explosión de diez mil líridas, hizo día la noche. Y hubo un rayo de luz en las oseras. Y en el sueño de panza sucedía todo esto, con la misma secuencia, con la misma sintonía. Y después de la luminosidad de las líridas, la noche pareció más oscura. Fue entonces que los cielos dieron en virusar. Virusaba lenta, lentamente. Como en el sueño de panza. Los copos de la virusa eran invisibles al ojo humano. Se necesitarían cristales de 1.400 a 1500 aumentos, para poder observarlos. Por eso debido a su pequeñez, y con la calma chicha que había -no corría una gota de aire- los nano copos de la virusa quedaban en suspenso. Aunque tenían la particularidad de adherirse con suma facilidad a cualquier tipo de superficie. Inclusive el agua. Estas particularidades, la de quedar en suspenso, la de adherirse, unido a su condición de virus altamente letal, pues alojado en las mucosas de los seres vivos, se multiplicaba de manera exponencial, tomando los pulmones y todo el árbol respiratorio, hasta provocar la muerte de las incautas víctimas. Que es lo que sucedió en Montana, culminó con el exterminio de la vida animal, en la época de la virusada.
Cuando la primavera alcanzó calorcito a las oseras. Panza se despertó, y poniéndose en pie, echó a andar su debilitado cuerpo. Salió al sol de la media mañana que le cegó los ojos. Cuando los abrió, el horror sacudió su ‘humanidad’, al par que un olor nauseabundo acicateó su finísimo olfato. Ningún pájaro lo saludó con su canto, ningún abejorro con su zumbar. Decenas de cadáveres en plena descomposición yacían diseminados. La nieve derretida, los había sacado a la luz. La misma escena macabra que viera en el sueño. De verdad golpeado, caminaba como un zombi. Casi instintivamente soltó sus necesidades. Luego, reaccionado que hubo, fue a buscar a Bonita, que no tenía ‘pensado’ salir de su letargo. Así que, sacudiéndola como sacuden los osos, la despertó. En su seno dormían dos hermosos oseznos de peluche. Se llevó su familia al sol. Bonita, viendo aquel horror nauseabundo, cubrió a sus hijos y se echó en la piedra para tomar aliento. Casi instintivamente soltó sus necesidades fisiológicas aletargadas por la hibernación, y abrazando a las crías con sus garras, lloró como lloran los osos. Panza, que sabía lo que tenía que hacer, lo había visto en el sueño, esperó a Bonita y a sus hermosísimos hijos, y principió a andar. Esquivando cadáveres caminaron hacia las rocallosas. Después, irían hacia el sur, quién sabe hasta el fin del mundo. Era menester hallar nuevos, prometedores dominios. En el sueño había entrevisto unas lejanas, benditas, argentinas tierras, donde la virusa que no pudo hacer la de las suyas, no había exterminado a los animales, ya que reaccionaron anticipadamente, guareciéndose, cubriéndose en sus lugares habituales. Sobreviviendo a la catástrofe. Como los héroes de Montana, los mismos que ahora, iban en ristra. Uno tras del otro hacia las nuevas, argentinas tierras vislumbradas oníricamente, por nuestro carísimo amigo Panza. Detrás, le seguían los osos y todos los animalitos que hibernaron. El solcito de marzo los acompañaba con esperanzada sonrisa de oro.